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Tresmano y Remírez en Ribera

Imperdibles

Rodolfo Gerschman

Conocí a Fernando Remírez de Ganuza durante una cata de vinos riojanos a la que fui convocado por la Denominación de Origen. El recuerdo de aquel primer momento de amistad está anclado en un paseo por las calles de Logroño entre tapeos y plática, un ritual que habría de repetirse en cada viaje a Rioja.

Me llamó la atención en aquel entonces el efecto espejo: escuche a Fernando platicar como si él fuera el periodista, sorprendido y acucioso con su entorno, y también, posiblemente, con su suerte. Su nombre ya había alcanzado celebridad y la suya era parte de un puñado de bodegas riojanas igualmente laureadas –algunas centenarias mientras que él apenas debutaba- al tiempo que muchas otras pugnaban por lograr el escurridizo reconocimiento de los consumidores.

Fernando no blufea, eso también me sorprendió aquella vez, con la pretensión del lustre aristocrático de sus vinos ni contando todo lo bueno que son. También recuerdo que en ese entonces sus vinos alcanzaban ya la barrera de los 25 euros la botella (hoy día pueden estar más allá de los 100) y también recuerdo que me dijo, con su habitual sorna: los bodegueros batallan mucho por llegar a estos precios, hasta que sucede y entonces se compran el Mercedes (¿o habrá dicho Audi?). Él, por supuesto, ya tenía el suyo.

Desde entonces, aunque parezca y sea una frivolidad, miro mucho los coches de los bodegueros. También recuerdo con toda claridad su postura (o mejor: su no postura) sobre la polémica que en aquel momento cundía entre la Rioja moderna y la tradicional. En aquel tiempo conocí también a Gerry Dawes, un crítico americano de vinos que se inclinaba por lo tradicional y atizaba el debate (era y es como el Hemingway de una España vínica de símbolos eternos como lo eran para aquel escritor la fiesta brava y el mítico coraje ibérico).

Para Gerry, me comentó Fernando, él era un clásico, a contramano de cómo lo veían todos, yo incluido. No lo confirmó ni desmintió. Parecía sentirse cómodo observando socarronamente cómo los demás se madreaban por tonterías. Hoy día esa polémica ha bajado mucho en intensidad y quizá hasta ha desaparecido. López de Heredia, ícono y trinchera del tradicionalismo, es para los turistas una visita exótica que no hay que perderse. Y los demás hacen lo que mejor les parece, lejos de toda ortodoxia y muy cerca de lo que pide el mercado.

La suya es sin duda una bodega ultramoderna, que contrasta con su ubicación en Samaniego, pueblo de Rioja más clásico imposible. Además de algunos ingeniosos artilugios diseñados por el mismo, como la bolsa de hule para prensar o la doble mesa de selección, todo revela pulcritud impecable; la mayor parte del parque de barricas es de roble francés nuevo y los cuidados para que el vino no se oxide o contamine son extremos.

Hace unos días visitó México y cenamos en Polanco. El vino fue Tresmano, la bodega de Ribera del Duero propiedad de José Ramón Ruiz, asociado al bodeguero mexicano Antonino Sierra y al mismo Fernando, quien a su vez jaló al enólogo Pedro Aibar. A los lazos que ya tiene con nuestro país, Fernando suma este proyecto, que habrá de hacerlos aún más estrechos.

Nos fuimos del presente y regresamos a él varias veces durante la cena. El presente es Tresmano. Hace un par de décadas Fernando adquirió algunas parcelas en Ribera del Duero, donde logra cosechar uvas de mucha calidad. Se las vendía a Pago de Carraovejas, una de las bodegas más afamadas de la Denominación de Origen y, me cuenta, exigente hasta el punto (incluso para él, que lo es en grado sumo) de hartar a su prójimo. Ahora esa fruta, que cada año aprobaba el temible filtro, es para este nuevo proyecto.

Visité el edificio de Tresmano, pequeño y ultrafuncional, hace un par de años. Está en lo que se ha dado en llamar la Milla de Oro, de donde salen algunos de los mejores vinos de la Ribera. Los de Tresmano han destacado rápidamente. Además de la comprobada destreza de Fernando Remírez y Pedro Aibar, explica su éxito el lugar del lugar común: el vino se hace en el viñedo, dicen. Y la proveeduría de Tresmano es excepcional.

Aunque la bodega está rodeada de viñedos propios, sus propietarios consideran que no están a la altura y, en consecuencia, se venden a otras empresas. Fernando, que ingresó al vino por la puerta de la agricultura, me explica que tal vez, tras estudios y mejores prácticas de cultivo, puedan lograrlo. Y es que la investigación apenas comienza y lo que viene probablemente escapará a la rutina para hurgar en el descubrimiento.

¿Qué tal resulta la adaptación a Ribera del Duero para alguien que viene de Rioja? Fernando opina que en cierto modo es más cómodo trabajar en Ribera, pues las condiciones climáticas son más homogéneas que en Rioja. El rigor que él mismo se ha impuesto para sus cultivos riojanos es, entretanto, el mismo.

TM, el top de Tresmano que bebimos durante la cena, es un vino de gran cuerpo y profundidad, con la elegancia de un ideograma japonés que en pocos trazos abre las puertas a muchos significados. Su enorme balance deja entrever estratos diversos de aromas, sabores y texturas. La corpulencia, al igual que la madera, son solo vehículos. La producción total de la bodega es por el momento pequeña para lo que se estila en España: alrededor de 6,000 cajas, aunque con proyectos para crecer significativamente.

Regreso al pasado reciente: un par de años atrás desayunamos en el Palacio de Samaniego. El municipio le había dado a Fernando la operación de este hotel pequeñito (aunque con ínfulas, como lo demuestra su nombre), acondicionado en un edificio del siglo diecisiete.

Le conté de la vuelta que acababa de dar por Ribera del Duero y –vaya casualidad- acerca de la bodega Proventus, de José Ramón Ruiz, que un año después sería Tresmano. Fernando era su amigo, pero aún no su socio. Después de contarme el fastidio que era para él la operación del Palacio -buscaba deshacerse de ella- salimos a un recorrido por los viñedos.

De cada parcela conocía su ADN: quien o quienes habían sido sus dueños, cómo la cuidaron, la calidad del suelo, las virtudes (o no) de su orientación y si el sistema actual de conducción había logrado aprovecharlas. Cuando encontrábamos una cuadrilla trabajando en alguno de sus viñedos, platicaba con los trabajadores y le tomaba el pulso a los avances con evidente conocimiento de cada detalle.

Unos meses más tarde pasé nuevamente por Samaniego y tomamos un café en el Palacio, del que ya –finalmente- había logrado retirarse. Al día siguiente salí temprano para Logroño y de ahí a Madrid. Tuvo la deferencia de darme el encuentro para la despedida en un recodo de la carretera, saliendo apenas de Samaniego.

Estos días le pregunté como había terminado la historia del Palacio. “Esta en buenos manos”, me respondió. Había sido comprado por el Barón Benjamin Rothschild y su esposa Ariane de Rothschild, que además son socios de Vega Sicilia en la nueva bodega riojana Macan, situada también en Samaniego, o sea sus vecinos en el pueblo. Él fue de Rioja a Ribera del Duero y la bodega de Pablo Álvarez hizo el recorrido inverso.

La amistad iniciada hace 15 años sigue en pie y ha ido agregando historias como los nuevos círculos de materia engrosan el diámetro de los árboles. Fernando Remírez de Ganuza ya es un clásico de Rioja, no porque adhiera a una tendencia en particular sino porque su carisma y pragmatismo han terminado convirtiéndolo en una referencia para la D.O. En Ribera del Duero comienza a andar, con Tresmano, el mismo camino.

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