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Rolland, sin caducidad

Rodolfo Gerschman

Como bien saben personajes notables (algunos más otros menos) que he entrevistado, detesto tomarme la foto del brazo con brazo o mano con hombro. No ha sucedido por tanto con Michel Rolland, a pesar de que lo he encontrado en varias ocasiones, del año 1991 en adelante. En ese entonces ya pude calibrar la dimensión del personaje y su aporte a la enología, que no ha hecho más que crecer en los últimos 40 años hasta llegar a este inicio de siglo como asesor de unas 250 bodegas en todo el mundo vinícola. Y también en las fronteras de él, porque dudo que sea posible situar a India y Brasil en su interior.

Así es que es difícil imaginar a un Rolland jubilado, viendo el atardecer desde una mecedora en su casa de Fronsac. Y de hecho asegura que no lo hará, pero sí ha comenzado a despojarse del célebre laboratorio de Pomerol que es su cuartel general, el centro de operaciones desde donde mueve los hilos de una parte importante de la enología mundial junto a su esposa Dany y su hija Stéphanie. Ha decidido dar un paso al costado y traspasarlo -vender una parte, de hecho- a sus tres colaboradores más cercanos: Julien Viaud (su probable delfín), Jean-Philippe Fort et Mikael Laizet. La familia guardará el 40 por ciento de las acciones, de las que deberá desprenderse gradualmente en los próximos cinco años.

Tres décadas atrás yo estaba de paso por Buenos Aires y una amiga periodista de vinos me llevó a la entrevista. Rolland frecuentaba el país desde hacía dos años, cuando comenzó a asesorar a Arnaldo Etchart, en aquel entonces propietario de la bodega más importante de Salta. Pero ese día presentaba un Piper Heidsieck mendocino y el brindis fue con aquel émulo de Champagne, género al cual los argentinos son especialmente adeptos. En ese entonces no sabía aún que habría de dedicarme de manera profesional al vino, pero estaba encandilado por la evolución de la industria, a años luz de lo que había conocido en mi adolescencia.

Personaje controvertido lo es, y mucho, como suele suceder con los que logran el éxito desde propuestas disruptivas, marcando los antes y después. Puede que resulte un poco excesivo decirlo, pero así y todo lo diré: es el protagonista de la segunda revolución de la enología, acaecida entre dos siglos. De la primera fueron protagonistas Emile Peynaud y Pascal Ribéreau-Gayon, herederos a su vez de los aportes científicos de Louis Pasteur. De hecho hay un linaje de maestro a discípulo Peynaud-Rolland, y entre ambos el trazo de unión del conocimiento concebido como un paso hacia el lado hedonista del vino y la adecuada destreza para expresarlo literaria y humorísticamente.

Aquella primera revolución con ADN bordelés hiló los procedimientos del enólogo en la viña y la bodega con la búsqueda de expresiones más placenteras para el olfato y el paladar. Algunos temas claves, entre otros: mejor maduración, que llevó el grado alcohólico de los escuetos 11 y 11.5 grados hasta los 12.5 y 13; el deliberado estímulo a la fermentación maloláctica, la extrema higiene, el estudio riguroso de los polifenoles y los aportes de la madera, la aplicación medida de auxiliares como el sulfato de cobre y los riesgos que entraña… Por el camino que Pasteur había abierto develando los misterios de la microbiología, ingresaron nuevos conceptos a la enología.

Los aportes de Rolland pueden verse como otro paso en la misma dirección. No se trata aquí de hacer el recuento, aunque quizá la mejor manera de perfilarlos es a través de la controversia. Sus adversarios han sintetizado sus desacuerdos en la frase “uniformización del vino” (la cruz en la que fue colgado también el crítico Robert Parker). Posiblemente exista una “fórmula Rolland”, pero esta es la de cómo hacer el mejor vino posible utilizando las herramientas tecnológicas a su alcance.

Quienes vieron el documental “Mundo Vino” lo recordarán sin duda ordenando desde la limousine, al teléfono con bodegueros situados en vaya a saber qué lugar del mundo, “¡microoxigena!, ¡microoxigena!”. Y de hecho él ha sido el gran promotor de esta técnica, incubada en los arcanos universitarios de Burdeos. Es parte de la clave: la microoxigenación (MOX para los iniciados) mejora la acción de las levaduras, estabiliza el color en el vino tinto, da más presencia a los aromas frutales frente a los herbáceos y reduce la astringencia de los taninos.

La consecuencia es un vino listo para ser bebido más rápido, más suave en el paladar, con aromas más exuberantes. Puede ser tal vez un modelo uniformizante, pero ¿no buscan esos rasgos los consumidores? También la MOX es delicada: hay que saber en qué momento de la vinificación aplicarla, con qué aparatos, en qué dosis, etc. El concierto que ejecutan este y otros instrumentos, entre ellos la búsqueda del punto óptimo de maduración, y sobre todo el efecto que logran en el plano organoléptico, fundaron el éxito de los “vinos Rolland”.

El efecto Malbec

Al mismo tiempo -y cualquier coincidencia no es obra de la casualidad- surgió el tema Malbec. Me explico: hace algunas décadas el grueso de los vinos bordeleses eran de cuerpo medio o ligero, poco tánicos, a veces desbalanceados a la acidez. La élite de los Grandes Crus, siempre fue otra cosa, pero provienen de terroirs bendecidos por la exposición al sol y la privilegiada mezcla de calcáreos, arcilla y grava. En ellos aromas, graduación alcohólica y taninos crean la diferencia. De uno de esos terroirs privilegiados de Pomerol, donde tiene también su bodega, proviene la inspiración de Michel Rolland.

Pero lograr algo parecido en otros sitios menos favorecidos por la naturaleza implica ciencia aplicada a la viña y la bodega: saber cómo esperar la maduración, evitar al mismo tiempo los riesgos de las heladas, las plagas o la deshidratación y, entre otras cosas, entender el empalme de los ciclos de las cepas con los del clima. Con Rolland se expande una galaxia de vinos maduros (a veces hasta sobre maduros) con buena graduación alcohólica, de buen cuerpo, con taninos aterciopelados y fruta expresiva.

Hace 40 ó 50 años los Malbec de Burdeos y el sudoeste francés eran más bien austeros y ásperos; en cambio los de Argentina eran exuberantes, de taninos dulces y buen cuerpo. A Rolland le sedujo su potencial. La diferencia, una vez más, está en el sol de Mendoza y las condiciones que crea su clima cálido y seco para una óptima maduración. Si algo faltaba, entretanto, era el filo: si bien tenían esas cualidades, en algunos casos los de Lujan de Cuyo (alrededor de 800 metros de altura) se deslizaban por la pendiente de la mermelada y la falta de acidez (de “nervio”, quizá diría Rolland).

La revelación vino de la mano de un amigo viticultor de Pomerol, Jean Michel Arcaute, que lo guió hacia una propiedad de 850 hectáreas en el valle de Uco, pegada a la cordillera, a unos 1,100 metros de altura, con suelo de cantos rodados, arcilla y arena. El frío, derivado de la altura y la barrera de Los Andes, debía proporcionar una maduración más gradual, acidez natural, taninos firmes y finos. El resto de la historia la conocemos: Rolland juntó a varios amigos ricos, algunos de ellos productores de vinos en Burdeos, y se repartieron el pastel. Y como todo el que parte y reparte…. Rolland se quedó con la zona más alta y cercana a la cordillera.

En esa propiedad, de donde sale Clos de los Siete, recalará ahora más a menudo (le encanta casi todo de Argentina, dice, salvo su propensión a inventarse una crisis cada diez años) y también en algunos viñedos consentidos de Francia, incluído el suyo, Le Bon Pasteur. Y entre los que apreciamos sus vinos hablaremos en el futuro de una virtual paradoja: si existe un estilo Rolland, el laboratorio de Pomerol, bajo una nueva dirección, quizá tome otros caminos. Si no existe, si no es más que la aplicación férrea del conocimiento adaptada a cada terroir, entonces el “estilo Rolland” no tiene fecha de caducidad.

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