No puedo decir exactamente la fecha, porque sucedió hace unos 22 o 23 años y los recuerdos con el tiempo pierden la puntualidad. Era mi primer viaje a Ensenada tras el vino mexicano, que en ese momento era una gota en el océano de los importados. Hans Backhoff fue la impresión más duradera de ese viaje, en el que desfilaron los pocos protagonistas –así eran de pocas las bodegas- que poblaban el ámbito de lo que a duras penas podía llamarse “producción nacional”: el mismo Hans, Hugo d’Acosta, Antonio Badán, Camillo Magoni, Fernando Martain, Luis Cetto papá y el enólogo de Domecq, Ronald ¿Mc Lendon?, -ahí la memoria hace malabarismos-.
A Hugo lo vi esa primera vez en las oficinas que tenía Bodegas de Santo Tomás, de las que era el enólogo, situadas junto a lo que luego sería el restaurante La Embotelladora Vieja. Y más tarde en La Esquina, wine bar “avant la lettre” que comenzaba a tomar forma. La bodega estaba en la ciudad misma. La actual, en el valle de Santo Tomás, no existía aún y su construcción, al igual que el centro cultural que iría a reemplazar a los tanques de acero, la embotelladora y las salas de reunión, sólo existía por entonces en la imaginación de Hugo. Se iría dando como parte de un impulso transformador y muy voceado en un pueblo secreto, poco dado a la expresión de sus impulsos.
La mayor parte de lo que sucedió en los años siguientes fue positivo, aún cuando ese proceso tuviera su pasarela de egos y conflictos sociales, un parto en el que, inevitablemente, el prestigio de algunos creció en menoscabo de otros. Se establecieron fronteras entre bueno y malo, entre producción industrial y artesanal, entre un grande y un pequeño que era sólo otra manera de hablar del bien y el mal. Aquel viaje al maniqueísmo no estaba aun en su esplendor, pero no tardaría en suceder.
Hans estaba más allá del bien y el mal. Era, y es la imagen que guardaré de él tercamente, un señor de verbo norteño (ése que tiene un tonillo de amistad universal), con inefable sombrero, reposado y a la vez enérgico; hablaba pensando y buscaba, con inagotable curiosidad, la explicación. Aquella controversia maniquea que iba naciendo tenía escala obligada en Monte Xanic, pues había sido la primera bodega (1987) en arriesgarse con un vino de calidad, vanguardista y caro para la época, de producción relativamente pequeña. Él, la cara de la bodega, no era en absoluto maniqueo. No le interesaba participar de la batalla que se avecinaba. Así es que se quitó de ese lugar.
Otra estampa que guardo de Hans: conduce en los caminos todavía polvorientos del valle mientras platica. Hemos estado visitando la vinícola y con afán pedagógico me ha explicado cada proceso (si hay alguien de quien aprendí enología es él); hemos catado el Chardonnay, el Merlot, el Cabernet Sauvignon y el Cabernet Franc (que desapareció al poco tiempo para reaparecer hace un par de años). No había enfrentado hasta entonces vinos mexicanos con esa potencia y un trabajo tan explícito de barrica nueva (tal vez excesiva visto desde ahora, pero así era la tendencia de aquel momento).
Yo tenía una cita luego con Luis Cetto y Hans se apresuró a llevarme con él. No hacía mucho que un periodista norteamericano, entusiasmado por la plática, no pudo llegar con el señor Cetto, lo cual gatilló un conflicto. Cetto y Domecq producían vinos desde varios años antes, pero para muchos periodistas, sobre todo los extranjeros, la historia comenzaba en Monte Xanic, lo cual agriaba el humor en el valle. Hans quería evitarlo, por las razones antes mencionadas pero también porque era un caballero. No le parecía elegante.
Antes de Monte Xanic había intentado hacer vino literalmente del garage, porque era el de su casa, con prensa artesanal, bidones y respiradores (máscaras antigas) porque el anhídrido carbónico había tumbado a más de un “bodeguero”. Pudo mostrarles así a un grupo de empresarios -Richard Hojel, Eric Hagsater, Manuel Castro, Tomás Fernández- el potencial de la zona y hacerles saber de otras posibilidades diferentes a lo que conocían; sus socios desde entonces (sólo Tomás se desligó más tarde del grupo).
Estaba muy cómodo en su rol. No aspiraba a ser el líder de la empresa ni de los productores. Era simplemente el enólogo de Monte Xanic y no buscaba otro título (al cabo de un tiempo se convertiría en “el doctor”, no porque aspirara a pasearse con título por la vida sino porque además de la academia se lo otorgaron aquellos que le conocían y admiraban).
Otros recuerdos que guardo muy vívidos tienen que ver con el estío caliente del Valle de Guadalupe, al borde de la vendimia o en medio de ella. Era la época en que Hans pasaba una gran parte del día en la bodega, así es que había llevado su camper al viñedo. Lo puso sobre una pequeña lomita, desde la cual podían apreciarse las parras perfectamente alineadas. Luego le adosó el deck y si recuerdo bien hasta una pequeña alberca. Allí se producía el ritual de las codornices a la parrilla durante la vendimia pero también a veces el de un ambigú de quesos acompañado de Chenin Colombard y Chardonnay. Y largas pláticas. Entretanto, por el camino que del otro lado subía hasta el edificio de la bodega, se paseaba en scooter una niña de 8 ó 9 años, su hija Kristel.
Y salto algunos años hacia adelante. Coincidimos con Hans y Hans hijo, hoy director de la empresa, en la inauguración de la cava de vinos mexicanos del parque Ixcaret, en Playa del Carmen. Han pasado unos 15 años desde el primer encuentro y vamos hacia el evento los tres desde el aeropuerto de Cancún. El doctor siente que Monte Xanic perdió fuelle. Ha crecido rápido y ya está en las 40 000 cajas desde las 6 000 iniciales. Pero el maniqueísmo también ha progresado y dos palabras rápidamente abducidas de contenido han calado en el ambiente: pequeño y artesanal. En rigor ninguna de las dos ya le corresponde.
Argumento que sí existe un valor en lo pequeño, en aquello que se hace con cuidado y minuciosidad, pero que el término está mal aplicado: aún en una bodega grande hay pequeñas producciones. Y eso sucede, lógicamente, en Monte Xanic. Y qué decir de “artesanal”: frecuentemente, en vinos, es sinónimo de desprolijo. Así que -continúo hablando- el problema no es de calidad ni tamaño, sino de mercadotecnia. Y la estrategia de los pequeños versus los grandes ha calado. Monte Xanic seguía creciendo mientras una campaña eficaz ponía el acento en otro lado, desdibujando los contornos de su rol pionero.
No sé si le interesó la cháchara, pero sentí que había puesto mi granito de arena. Desde entonces fue manda, a la vez afectiva y justiciera: cada vez que puedo destaco el rol determinante que jugó el doctor en el crecimiento del vino mexicano de calidad. Unos minutos más tarde estamos en la cava de paredes de arena petrificada (bueno, no completamente), a un par de metros bajo el suelo, probando vinos y Hans rinde generoso tributo al chenin blanc de Casa Madero; felicita a los Milmo, sus propietarios, se nota sorprendido, impresionado por los aromas de ese vino reciente en el mercado; no lo disimula.
Hubo luego muchos encuentros y muy espaciados hasta el último en el valle, el año pasado, cuando conocí la remodelación de la bodega. Me alegró verlo ahí, dirigiendo la cata junto a su hijo y más tarde en el pequeño lago frente al edificio, durante la comida, con su esposa Lety y en medio del diluvio. Antes había estado en los flamantes viñedos de Ojos Negros, que me ayudaron a entender el lírico brillo de algunos de sus nuevos vinos. A 30 años de distancia el doctor era una vez más protagonista de ese gran momento, que reflejaba en viñedos y depuradas estéticas el crecimiento de la empresa. La lluvia, tan escasa durante años, bendecía con su impacto sobre la tierra sedienta.