Rodolfo Gerschman

Rodolfo GerschmanDe pronto el Valle de Guadalupe ha adquirido cierta notoriedad diferente a la del turismo enológico, que va en camino de ser turismo literalmente a secas. Enfatizo lo de “cierta” porque, como en muchas cosas en muchas áreas, la fama dura hoy día, como lo profetizó Andy Warhol justamente para hoy día, 15 minutos.

De pronto el Valle de Guadalupe ha adquirido cierta notoriedad diferente a la del turismo enológico, que va en camino de ser turismo literalmente a secas. Enfatizo lo de “cierta” porque, como en muchas cosas en muchas áreas —y ojalá no sea el caso— la fama dura hoy día, como lo profetizó Andy Warhol justamente para hoy día, 15 minutos.

Esta vez la notoriedad recala en motivos menos agradables y festivos que el vino mismo: “Se acaba el Valle de Guadalupe” titula una nota de opinión en el periódico El País, firmada por Hugo D’Acosta y Natalia Badan, vinicultores ambos. El título, sin duda sensacionalista, apunta a algo muy real, que si bien no sucederá hoy ni mañana, tiene un dead line (otra literalidad) de apenas 20 años.

Algunos párrafos de la nota permiten seguir las pistas de aquello que amenaza sepultar el espejismo del valle vinícola bajo toneladas de materiales de construcción. “Hoy es un valle también turístico —¡qué remedio!, nuestra parte tuvimos en ello—, y crece aceleradísimamente”, dicen los autores. La responsabilidad compartida no consuela, pero permite definir un fenómeno estructural que debía suceder, dice expresivamente el coloquial uso mexicano, “a huevo”.

Es obvio que los productores de vinos no dejarían de promover el turismo enológico —directa o indirectamente— hacia el valle y la venta de sus productos. Es obvio que convocarían a periodistas especializados para que canten loas. Está en el manual de procedimientos del capitalismo —no lo digo como crítica—, en reglas básicas para que una empresa sobreviva y prospere.

Eso que los bodegueros de Baja California supieron hacer tan bien —y en ello destacaron los autores de la nota—, junto a la seducción de sus vinos, atrajeron multitudes e hicieron crecer la infraestructura para darles los servicios necesarios: hoteles, airbnb y restaurantes. A su vez el vino acrecentó valor y brotaron bodegas en porcentajes no previstos.

Entonces pasó lo que debia pasar: el éxito del vino y el de sus promotores llevó el precio de la hectárea a cimas borrascosas. En el Valle de Guadalupe puede costar 200 mil dólares, en niveles homologables a Napa Valley y a buenos “crus” de Burdeos. El prestigio del valle, la consiguiente demanda y la necesidad de rentabilizar la inversión, agudizó la voracidad de los inversionistas. Y hoy una proporción creciente de la tierra duerme bajo el cemento.

Los síntomas, como bien señalan los autores, no son privativos del Valle de Guadalupe: “crecimiento desordenado… ruido abusivo… pérdida del paisaje”. La causa, como lo escribí en la Guía Catadores 2022, está en “El descuido y la ilegalidad rampante, que permitieron a constructores e inversionistas transgredir a su gusto el reglamento de uso de suelo, agravó el problema del agua llenando el valle de cemento —casas habitación, hoteles, restaurantes, antros— en disputa por el recurso”. Y la escasez de agua (círculo vicioso) comparativamente hace aún menos rentable el cultivo.

Aquí les va un cálculo, muy a mano alzada, que seguramente está en los excel de los inversionistas: media hectárea “plantada” con habitaciones de hotel (unas 30 digamos) puede dejar al año, a los precios actuales del valle de Guadalupe, tanto como diez hectáreas de viñas productivas con vinos a precios altos (si la bodega vende bien). Y claro, con menos inversión. ¿Y si compro la otra media hectárea?, ¿y si pongo restaurante? ¿y un pequeño antro, por qué no? el alcohol es un negocio muy agradecido ¿verdad? Claro que hay costos diferentes en cada caso, pero creo que vale la pena hacer el ejercicio.

El problema es estructural porque nace, por un lado, de la dinámica natural del crecimiento, y por el otro de una corrupción y desdén por la ley que en nuestro país son… igualmente estructurales. Me parece bien que los autores de la nota propongan el diálogo con los inversionistas, los apoyo. Pero no creo que puedan convencerlos. Es verdad que en estricta lógica los inversionistas debieran entender que sin valle agrícola no hay show turístico y muere el negocio, pero suelen usar otra lógica. Lo quieren todo aquí y ahora.

La solución, en mi limitado entender, está menos en el diálogo con “desarrolladores inmobiliarios, antreros y demás bisneros“ que en buscar la manera de aplicar la ley a rajatabla (existe un reglamento de uso de suelo muy pertinente), incluida la erradicación de proyectos ya avanzados que no se atengan a ella. El Valle de Guadalupe ofrece muchas maneras de ganar dinero sin infringir la ley.

Pero en caso contrario ¿es viable aplicar la ley? La pregunta suena ridícula. El cumnplimiento de la ley es obligatorio. Pero parece que no en el Valle de Guadalupe. En muchos países existen leyes que preservan las zonas vinícolas como tales, así como el paisaje en el que se integran o que las circundan. Y son respetadas por todos porque la sociedad ha establecido que el producto de la tierra, tanto como sus emanaciones visuales y olfativas, son básicas para la supervivencia de la humanidad.

Claro, debe haber una manera de volver la ley obligatoria (sigue sonando ridículo, un oxímoron en ciernes). Mi idea —¿soy ingenuo?— es un movimiento de pinzas: presión ciudadana y periodística insoportable sobre los políticos y jueces encargados de aplicar la ley, y la colaboración de los viticultores para señalar las propiedades que están en falta, tanto de cara a los turistas que visitan el valle como a las autoridades.

¿Utopía? Quizá, pero el auge del vino mexicano y el del Valle de Guadalupe también eran una utopía hace tan solo 30 años. Me consta. El primer paso es que mucho antes de que lleguemos al dead line, esta utopía derrote al efecto indeseado de aquella otra.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí